Estorninos
(Tribuna Universitaria, 03mar08)
Se le había llenado el pecho de estorninos y era incapaz de conciliar el sueño. Pasaba las noches en vísperas, mientras notaba cómo algunos jugaban al funambulista entre la cuarta y la quinta costillas, y los más perezosos pernoctaban en los alveolos con la sonrisa del gángster.
Mientras no paraban de graznar. Mientras graznaban a coro como los teléfonos que suenan urgentes en el borde de las pesadillas. Ella soñaba con las pesadillas, pero una y otra vez en aquel festival de cisternas rotas no era capaz siquiera de cerrar los ojos y luego despertar sudando. Porque para la medianoche el estruendo ya había sido bombeado varias veces por las venas hasta dejar inundados incluso los seis dedos de su pie derecho.
Se le habían colado en los adentros por una puerta con holgura transitoria, que dejó allí, destapada, un ecologista con demasiadas mujeres en peligro de extinción en el fondo de su cuaderno de campo. La primera noche habían anidado a cientos a través de sus arterias, y con la mañana terminaron de agarrarse, un poco más silenciosos, a los pulmones. Desde entonces, entre el negro de dentro y el metro y la lluvia del resto urdía el resto del día con luz artificial. Que no broncea ni hace sonreír. Que arrastra las teclas de oficinista y dormita en el baño a la hora de hacer.
Intentó hacer ruido para espantarlos, así que contrató una banda municipal que se apostaba junto a su cama al anochecer. No funcionó. Trató de ir a conciertos de bombo y a sesiones de terremotos. Tampoco. Aprendió entonces a envidiar el bosque del árbol que cae sin que nadie lo oiga. Aprendió a valorar los hoteles vacíos y todas las bibliotecas, en las que se escondía buscando el silencio.
En su último intento pensó que quizá se asustarían de las aves rapaces, así que se dejó ocupar la mente primero por un halcón y luego por un buitre. Lo único que consiguió en ambos casos fue atascarse hasta la garganta con las nuevas generaciones de estorninos, y terminar incapaz de comer ni beber con normalidad, con todas sus articulaciones a pájaros.
En el final de un café de máquina, se derrumbó y comenzó a contármelo. Y comenzó a sacar del pecho oscuridades, para que viera cómo estaba quedando por dentro. Terminó por confesar que no había hablado de ello con nadie, mientras la habitación se llenaba poco a poco de sangre. En el final de mi abrazo dormía a pierna vuelta, mientras los estorninos, que se habían llenado de corazón, huían incapaces de continuar ennegreciendo sus sueños.
Mientras no paraban de graznar. Mientras graznaban a coro como los teléfonos que suenan urgentes en el borde de las pesadillas. Ella soñaba con las pesadillas, pero una y otra vez en aquel festival de cisternas rotas no era capaz siquiera de cerrar los ojos y luego despertar sudando. Porque para la medianoche el estruendo ya había sido bombeado varias veces por las venas hasta dejar inundados incluso los seis dedos de su pie derecho.
Se le habían colado en los adentros por una puerta con holgura transitoria, que dejó allí, destapada, un ecologista con demasiadas mujeres en peligro de extinción en el fondo de su cuaderno de campo. La primera noche habían anidado a cientos a través de sus arterias, y con la mañana terminaron de agarrarse, un poco más silenciosos, a los pulmones. Desde entonces, entre el negro de dentro y el metro y la lluvia del resto urdía el resto del día con luz artificial. Que no broncea ni hace sonreír. Que arrastra las teclas de oficinista y dormita en el baño a la hora de hacer.
Intentó hacer ruido para espantarlos, así que contrató una banda municipal que se apostaba junto a su cama al anochecer. No funcionó. Trató de ir a conciertos de bombo y a sesiones de terremotos. Tampoco. Aprendió entonces a envidiar el bosque del árbol que cae sin que nadie lo oiga. Aprendió a valorar los hoteles vacíos y todas las bibliotecas, en las que se escondía buscando el silencio.
En su último intento pensó que quizá se asustarían de las aves rapaces, así que se dejó ocupar la mente primero por un halcón y luego por un buitre. Lo único que consiguió en ambos casos fue atascarse hasta la garganta con las nuevas generaciones de estorninos, y terminar incapaz de comer ni beber con normalidad, con todas sus articulaciones a pájaros.
En el final de un café de máquina, se derrumbó y comenzó a contármelo. Y comenzó a sacar del pecho oscuridades, para que viera cómo estaba quedando por dentro. Terminó por confesar que no había hablado de ello con nadie, mientras la habitación se llenaba poco a poco de sangre. En el final de mi abrazo dormía a pierna vuelta, mientras los estorninos, que se habían llenado de corazón, huían incapaces de continuar ennegreciendo sus sueños.
Comentarios
-galilea-
bella metáfora del desamor, a la que siempre le precede un amor inmenso